martes, 12 de mayo de 2009

UN REQUIEM PARA HENRY CHINASKI (un relato de Enrique ferrari)

I
Puse el BMW en marcha. Los caballos habían estado corriendo para mítoda la tarde. Y ni siquiera había tenido que usar alguno de mis alocados sistemas, tan sólo me acercaba a la ventanilla y elegía un ganador. A veces -no muy a menudo- sucede, el mundo o dios o los caballos o el destino se vuelven locos y acertás siete carreras de nueve. Es milagroso. Como una cerveza fría. Milagroso y perfecto. Milagroso y perfecto como una cerveza fría. Salí del estacionamiento y en la primer semáforo subí a la autopista, camino a casa. El BMW se deslizaba suavemente sobre aquella misma autopista que me había visto arrastrar Volks destrozados durante años, buscando pozos para que las luces se encendieran, peleando para meter los cambios. En el bolsillo trasero de mi pantalón, sobre el asiento mullido tapizado en cuero negro, cuatrocientos veintisiete dólares sonreían y sonreían. Y sonreían.
Cuando llegué a casa Sarah le daba de comer a los gatos que se amontonaban, saltaban un poco, se empujaban y se restregaban contra su pierna
con la gracia de cinco borrachos bailando una polka. Sarah me recibió con una sonrisa, nos besamos y le mostré los billetes. Descorchamos un vino portugués.
- Más tarde quizá tome una o dos cervezas -le dije. Brindamos.
Le conté lo bien que aquella tarde me había ido.
- Y sólo me encontré con Brok, un negro de la Oficina de Correos que una vez casi me acuchilla por un problema con una chica; Annie, creo que se llamaba.
- ¿Y qué te dijo? -preguntó Sarah.
- Me pidió un autógrafo para su hija . Le pregunté el nombre y escribí en el borde del programa de Brok, entre la tercer y la cuarta carrera, "Deliciosa Ruthie: tu papi no te merece. Con amor, Chinaski." Y le hice un dibujo de mí mismo brindando con una enorme botella con forma de pene.
"Siempre el mismo bromista", dijo Brok. Es curioso, esta vez no mostró ninguna intención de acuchillarme.
Ya estaba, ya lo había hecho de nuevo. No había una sonrisa en el
rostro de Sarah. Yo no podía entenderlo.
- ¿Y cual había sido el problema aquella vez? Una tal Annie, me dijiste... -dijo , pensando ya en otra cosa.
Entonces comprendí: estaba molesta por lo que ella creía una falta de
respeto para con Brok y su dulce hijita lectora de Chinaski. Mucho más molesta que interesada en mi historia o cualquier otra que yo pudiera contar y casi cualquier cosa que yo dijera conduciría a una pelea, tenía que andarme con cuidado. Hasta estaba más molesta que celosa.

II
Annie se había volteado a casi todo el personal masculino de la Oficina de Correos y a poco menos de la mitad del personal femenino. Hasta yo la había probado un par d veces. Pero un día me pidió diez dólares por una mamada y yo decliné la oferta. Estaría sin un peso o demasiado seco -estaba
con Betty en aquella época y a penas daba a basto con ella- o sencillamente sin ganas. Pero entonces sucedió.
- Es buena cuando es gratis pero cuando necesita unos dólares empiezan los problemas, basurita blanca -dijo Brok y me mostró la fría hoja de su sevillana. Yo pensé: "mierda, no me la va a clavar acá mismo. Y en cualquier caso tengo casi cincuenta años, el juego ya duró demasiado de todas formas".
- Chinaski -dije secamente, y seguí ordenando la correspondencia.
- ¿Qué? -estaba realmente furioso.
- Chinaski. Ni blanquito ni ninguna otra mierda, me llamo Chinaski.
Me sonrió con su enorme boca llena de dientes amarillos mientras guardaba muy lentamente su sevillana. Y su sonrisa decía: "me gustaría saber como vas a hacer para llegar vivo hasta tu auto. El camino al estacionamiento es largo y oscuro".
Ese día pedí permiso para salir antes alegando enfermedad y no fui a trabajar los cuatro siguientes.
- Mi estomago no está bien, -le decía a la doctora que me mandaban diariamente, después de meterme vestido entre las frazadas y esconder las botellas bajo la cama y a Betty en el placard- y ni bien me levanto empiezan esos horribles mareos.
- Muy bien, muy bien -decía ella sabiendo que yo le mentía, oliendo mi
aliento a vino, estoy seguro- ¿Y mañana va a ir a trabajar?
- No se, no lo puedo saber. Si estoy bien, sí. Si no me voy a quedar acá.
- ¿Puede firmarme este papel para demostrar que vine y usted estaba en casa?
- Por supuesto, por supuesto -decía yo.
Pese a todo no me echaron aquella vez. Y cuando volví al trabajo me enteré que, en cambio, si lo habían echado a Brok, por amenazar a un supervisor. Pero si yo le contaba esto a Sarah ella iba a pensar que yo trataba de justificarme por la dedicatoria que le había escrito a la pequeña Ruthie y eso, seguramente, derivaría en una discusión; sin duda ella prefería que se tratara de otra de mis bravuconadas. Por lo tanto le di lo que estaba esperando: el borracho sucio e intratable ataca de nuevo.
- No me acuerdo, -dije- creo que Annie y Brok salían y yo, estando curda, un día quise violarla en las escaleras. O algo así, no sé.
Ahora sí, todo estaba donde debía estar: Hank, el viejo borracho estúpido. Como todas las mujeres Sarah era a veces un poco incomprensible.

III

Terminamos la botella de vino y nos pasamos a la cerveza. Tomamos algunas Heineken y Sarah preparó un par de sandwiches de atún, cantando y silbando bajito. Una hermosa mujer, una gran compañera para la bebida, también me cuidaba y casi nunca jugaba a enfrentarse como todas las otras.
Una buena mujer después de tantas malas mujeres. Y además, pese a mis años y el alcohol, estaba el sexo. Pensé en eso. Tal vez el sexo fuera una forma de comunicación más profunda y más dramática que las demás, más compleja. O tal vez más torpe. Yo pensé en sexo, sencillamente. Y en Sarah. Era espléndido haberla encontrado, casi siempre.
- Voy arriba -anuncié.
- Yo me quedo un rato más y después me voy a acostar.- dijo ella. La
besé, saqué dos packs de seis Heineken de la heladera y subí. Al ruedo, otra
vez.
Me senté frente a la computadora. ¿Dónde estarían mis viejas máquinas de escribir, pesadas como muertos, descentradas, con los tipos gastados y las eses o las erres que saltaban impidiéndome escribir hasta mi propio nombre? Me tomo otras dos cervezas empezar. Comencé con unn poema: "Un requiem para Henry Chinaski".
Sólo un puñado
de
historias sucias
en medio
de una gran
borrachera,
en algún
cuarto de una
pensión barata,
oyendo a Mahler
en una
radio vieja

El poema seguía y seguía, al final alcanzó los cuarenta versos. Continué bebiendo y escribiendo hasta las tres y media. Entonces me detuve, conté las páginas, fui al baño y después a acostarme.

IV

Me despertó el ulular de una ambulancia. Había cables y médicos por todos lados. Sarah estaba sentada a mi lado y yo en una camilla. Algo no andaba bien.
En el sanatorio todos me trataban de manera excelente, incluso dos deliciosas pajaritas con apretados uniformes de enfermera me trajeron dos
libros míos , de poesía, de la primer época, cuando todavía trabajaba en la Oficina de Correos, para que se los firmase.
- Usted es el más grande desde Dylan Thomas -dijo una.
Firme los libros y no incluí ninguna grosería ni chiste de mal gusto en los autógrafos. Una había traído "Mozart en la higuera" y la otra "La letrina del bar es mi capilla". Ninguna de las dos había nacido cuando esos libros fueron publicados. ¿Cuántos años tendrían? ¿Y cuantos la dulce hija de Brok?
Hacia la tarde ya me sentía mejor y, pese a que me dolían algunos lugares indebidos y a que fue la primera sin bebida desde 1988, pasé una buena noche. Sarah durmió a mi lado.
- Mañana o pasado podrá irse a casa -dijo un doctor de lentes gruesos y
barba negra y tupida. Se equivocaba.
A la mañana siguiente me trajeron un desayuno horrible que no tomé. Le pedí a Sarah que fuera a bañarse y cambiarse, como se negó tuve que golpear bajo.
- Hay que darle de comer a los gatos -dije.
Se fue. Una de mis enfermeras vino a buscarme y me llevó a otra habitación donde me hicieron alguna clase de estudio. Fue bastante rápido, al menos. Volvimos a mi cuarto, la enfermerita me ayudó a acostar, dijo que el médico vendría en un rato y que la llamara si necesitaba algo.
- De momento descanse, y si me precisa sólo tiene que apretar ese botón, Señor Chinaski -dijo y se fue. Tenía un bonito culo y lo movía tentadoramente. Yo era el mismo tipo al que casi habían dejado morir por no tener crédito de sangre, en un Hospital de Caridad, treinta y nueve años antes. Ahora me decían Señor.

V

Cerca de una hora después volvieron mi enfermerita y el Doctor Barbanegra. Este revisó los resultados de los estudios, me auscultó y me hizo algunas preguntas.
- ¿Usted bebe? -mi enfermera sonrió. Era obvio que él no me había leído.
- Sí, menos que antes.
- ¿Toma sus vitaminas?
- Sí. Sarah, mi esposa, se ocupa.
- ¿Carnes rojas?
- Nada. Y nada de sal.
Llenó una tarjeta amarilla con mis datos, repitió que al día siguiente me iría a casa y se fue, junto con mi enfermera de culo cimbreante.
Pase un rato mirando el techo, pensando en la jornada de hipódromo que
me estaba perdiendo y en lo bien que me vendría una cerveza helada. Entonces sentí una fuerte opresión en el pecho, pensé por última vez: "Bueno, Jane, tuvimos que esperar casi tres décadas pero al fin vamos a poder volver a emborracharnos juntos". Después mi corazón se paró y ya no respiré más.


Buenos Aires, 1997

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